sábado, 14 de febrero de 2009

Saben los que te conocen, que no estás igual que ayer...

Hoy fue el mejor día de mi vida. Momento, el mejor día de mi vida fue aquél del snowboarding en aquella pequeña y blanca colina. No, momento, ese fue mi día más divertido, el mejor día de mi vida chance y no ha ocurrido. Pero hoy fue un buen día. Me subí al camión con destino al cine. Empecé a escuchar música con mi reproductor portátil y decidí que mi parada estaba muy cerca, así que cuando ésta llegó, no bajé. Hice un pequeño cambio de planes, y mientras en mi mente se gestaba la idea más loca que he tenido, me acomodé, cerré los ojos y disfruté orgásmicamente de aquel famoso álbum bicicleta y todas las canciones me parecieron perfectas.

Todo estaba decidido, no podía seguir en esta enorme cárcel de concreto con sus ruidos infernales y su asquerosa monotonía.

Llegué a la terminal de autobuses y mi equipaje estaba conformado por una mochila con un suéter, una bufanda, una botella con agua, una libreta, plumas y lápices. Tenía el dinero suficiente pues era día de hacer despensa.

Compré un boleto para el autobús más próximo a salir con rumbo al sureste y, mientras lo abordaba, mi sangre hervía y mi corazón se encogía y agrandaba estrepitosamente. Sí, los químicos, que no puedo describir, estaban sueltos por mi organismo.

El viaje se me pasó rapidísimo y me supo a gloria lo poco que duró. Estaba ya ahí, de nuevo, en aquel lugar que me dibuja una sonrisa y me hace sentir perfecto. Sentado en el piso del pasillo, las piernas estiradas y juntas hasta los pies, la espalda recargada en la pared de lo que casi estoy seguro es un edificio escolar. Es medio día, o tal vez las primeras horas de la tarde. El sol es abrasante y la sombra de un framboyán juguetea con el piso de tierra, víctima de un viento del sueste. ¿Yo?, yo estoy ahí sentado y al parecer el sol no ha pegado en todo el día en esa parte pues está bastante fresco. Todo lo que hago es ver los árboles. El tranquilo ir y venir de sus ramas. Esto, y cualquier cosa que pueda parecérsele, es la felicidad.

No me doy cuenta cuando sucedió pero ahora mi amigo está aquí. Los dos, disfrutamos del ruido del viento entre las hojas de los árboles, sin prisas, sin hablar. De pronto estamos viajando nuevamente, conociendo nuevas tierras, nuevos parques, nuevas playas y, visitando con agrado algunos otros lugares que nos son ya conocidos.

No puedo negarlo, me encanta viajar. Me encanta ir sobre el camino y cuando es necesario, salirme de él. Encontrar momentos que nos regala la naturaleza y que se eternizan en nuestras vidas, en nuestra memoria.






Sí, tengo que ir a esa hermosa playa nuevamente, llevarlos a ustedes ahora, se las quiero mostrar, que se maravillen con las cosas que vi, y que me enseñen a maravillarme con otras que no vi.

Los árboles se detuvieron súbitamente y el ruidoso motor del camión me devolvió a esta otra realidad. Había regresado a la ciudad. Y digo regresado porque esta aventura fue tan vivida, se sintió tan perfecta, que no pudo ser un sueño.

Lo sé, tengo este maravilloso poder que no sé qué lo detona, pero que me hace viajar y viajar sin moverme de mi lugar. ¿Imaginación? Tal vez solo sea eso, pero no importa, hoy tuve uno de los mejores día de mi vida.

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